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Personajinos cofrades (VII): El meteorólogo
— «Pues he visto en una web que dan lluvia a partir del Domingo de Ramos.»
— Venga ya, hombre… todos los años estás igual, además de aquí a dos semanas es imposible que acierten.
— «Que sí, lo he visto en una página especial de la NASA, que es la que usan los marines para saber si puede salir a coger espárragos al campo, y no se equivoca nunca. Aciertan el 99% de las veces que tienen razón. Además este año es impar y ya se sabe que los años impares siempre salen con mal tiempo.»
Esta familiar conversación tiene lugar el tercer domingo de Cuaresma de un año cualquiera, en una barra cualquiera con dos cofrades cualquiera. Bueno, uno de ellos no es exactamente cualquiera. Es nada menos que el cofrade meteorólogo, temido y respetado a partes iguales, acaso entrañable en otras épocas del año, pero audaz y peligroso cuando se despide Don Carnal. Confesemos: todos volvemos la cara y nos cambiamos de acerca cuando lo avistamos por la calle después del Miércoles de Ceniza. Internet se convierte en sus manos en un diabólico instrumento de tortura, y a su alrededor sabemos que en algún momento va a derivar la conversación hacia aquello que nunca deseamos oír.El cofrade meteorólogo alberga un variado muestrario de tipologías, aunque podemos destacar una sobre todas las demás. Persona ya muy vivida, no sabemos si poco viajada, este espécimen es una enciclopedia viva del cacereñismo en su más rancia estirpe. El meteorólogo es un cofrade de la vieja usanza, omnisciente y custodio de nuestras más ancestrales tradiciones. Pertenece a ese reducto de auténticos que piden menos carpaccio y más serrín en los bares. Detesta la fruta escarchada del Roscón de Reyes. No se pierde una excursión de cofradías. Tiene anotado en su memoria el tiempo que hizo el Lunes Santo de 1991 por la tarde. Conoce incluso la edad de la vieja que vende orégano en la calle Pintores. Despliega, por lo tanto, un poderoso abanico de virtudes ante el que cuesta no rendir honores y mostrar justo respeto.
El cofrade meteorólogo no se amilana frente a las predicciones, y la sombra de la duda es su eterna pareja de mus. ¿Bajan las temperaturas por la noche? Eso es que mañana llega la borrasca. ¿Cambia la dirección del viento? Puede cubrirse el cielo en cuestión de diez minutos. ¿Tiempo seco y soleado? Cuidado que por Trujillo se están formando tormentas. Diríase incluso que nuestro amigo conserva en lo más hondo una especial querencia por la escritura cursiva de la lluvia. Cuando las nubes descargan vigorosamente y corroboran su fatal augurio, el cofrade meteorólogo esboza una maléfica expresión mezcla de gozo, resignación e indiferencia.
— «¿Lo ves? Ya te lo dije…»

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Hoy traemos a nuestras páginas una figura íntimamente ligada a las intrigas cofradieras y a esas invisibles luchas de poder que tienen lugar en el transcurso de un desfile procesional cacereño. Ella es parte indisoluble del catovismo cofrade. Nos referimos, cómo no, a la mantilla astuta.

Personajinos cofrades (VI): la mantilla astuta

La mantilla astuta no es cualquiera de entre todas las mantillas. Se trata de una mujer entrada en años, con muchas primaveras y kilómetros de experiencia en el paseo cofrade y que, básicamente, va a su bola. Hábil y escurridiza, el negro tiende a vestirla más de ninja que de luto. No tiene más objetivo que desfilar lo más cerca posible de su Virgen o de su Cristo, cualesquiera que sean las órdenes o el lugar establecido para ellas en el cortejo. Para ello no duda en molestar, exponerse a un horquillazo en el juanete o verse vituperada por compañeras mantillas envidiosas.

Su instinto de supervivencia es loable y digno de estudio. Año tras año se da maña para seguir ahí al pie del cañón, a sabiendas de que va en contra de todo el mundo. Estamos otra vez ante un problema de educación cofrade y respeto por la fe: si todos los que participan de una estación penitencial se creyeran con el derecho de estar más cerca que nadie de la Imagen, no tendríamos desfiles procesionales sino una suerte de peregrinación a La Meca en la que una marabunta deforme va dando vueltas alrededor de una improvisada Kaaba de faroles y almohadillas.

La mantilla astuta acecha y se esconde taimada al rebufo de alguna mantilla novata. Adelante o retrasa a conveniencia su posición en la fila con agilidad reptiliana. Ostenta la cátedra de hacerse la longui y desoír las indicaciones de los organizadores de la procesión. -«Adelante, adelante, no os quedéis ahí». En su semblante, una mentira. La mantilla astuta descentra la mirada, sus ojos se pierden en el horizonte y vuelve la cabeza hacia otro lado, aminorando el paso como sin querer hasta que ¡oh, sorpresa! en pocos metros ya la tenemos a la altura de la Sagrada Imagen. Cuando le obligan o no tiene más remedio que alejarse de las andas para ocupar su lugar reglamentario, lo hace a regañadientes, musitando alguna malvada letanía en la lengua de Mordor. Pero no se descuiden, amigos directivos: desde este mismo instante, la mantilla se transforma en huraño estratega y comienza ya a urdir el próximo plan para recuperar su sitio anclada junto al paso.

Los relevos de los hermanos de carga son el momento de mayor lucimiento en las pérfidas artes del escaqueo. En ocasiones mandan a las mantillas adelantarse más de lo normal y dejar hueco suficiente para ejecutar el cambio de relevo. En estas, la mantilla astuta exhibe toda su maestría para quedarse en el sitio o soltarse de la fila sin levantar sospechas. Ni en las etapas míticas del Tour de Francia se ha visto hacer la goma de esta manera. Un oportuno saludo a cualquier familiar o conocido del público, una breve conversación, et voilà! Cuando el paso echa a andar la sibilina mantilla emprende de nuevo su camino como quien no quiere la cosa. La maniobra está consumada, y nuestra mantilla no ha separado un solo metro de las andas.

¿Y qué me dicen de las calles estrechas? ¿Qué hermano de carga que se precie cacereño no ha lidiado alguna vez con una horda de mantillas remolonas? Allá en la angostura, donde hay que frenar la horquilla y maldecir para los adentros, ellas se obstinan en desfilar junto a la imagen, aunque el ancho sea insuficiente para tantos cuerpos y los roces rayen lo indecente. Este personaje, señero y zaíno, alcanza su máxima expresión cuando se junta una hostil camada de varias mantillas a cada cual más astuta. En este caso ejercen un poder dictatorial hasta el punto de dominar y casi ordenar a su voluntad los tiempos de la procesión. Se hacen fuertes junto a los varales y no hay directivo ni voluntad que las someta.Señoras mías: hágannos un favor a todos y respeten su lugar en la procesión como sus demás compañeras y como hacemos el resto de los hermanos penitentes.

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Personajinos cofrades (V): el del capuchón gigante
Cada vez es más difícil avistar en Cáceres filas de capuchones. Sí, capuchones, porque aquí los nazarenos solo van encima de los pasos, y los antifaces nos los ponemos únicamente en Carnaval cuando nos damos una vueltina por Badajoz. En Cáceres los capuchones se llaman capuchones. Ahora y siempre, incluso remontándonos a etapas pleistocenas, existe una figura común en la estética capuchonera que pervive inmune paso del tiempo: el penitente del capuchón gigante.Todos hemos visto alguna vez algún penitente dueño de un capuchón gigantesco, hiperbólico, a todas luces desmesurado. Algún extraño designio provoca, además, que el capuchón gigante suela coincidir con el portador de mayor estatura, dando lugar a una figura grotesca y carente de toda proporción.  Terror de grajos y gorriatos. Para más inri, los capuchones gigantes siempre se muestran enhiestos y desafiantes al cielo. No son esos capuchones flácidos, cartulineros de poca monta, incapaces de dibujar un auténtico ángulo recto con la calzada, como Dios manda. Nada más lejos de la realidad. El capuchón gigante se muestra siempre robusto como el roble y verticalísimo como el ciprés. Y como los capuchones cacereños no apoyan los cirios en el suelo sino que los portan sujetos en diagonal desde la cadera, el penitente del capuchón gigante viene a rematar el cuadro y compone una figura digna de las novelas de caballerías, esgrimiendo altivo su instrumento cual lancero en La rendición de Breda.Respetamos el anonimato del penitente pero… ¿no tienen curiosidad por saber qué persona se oculta debajo de esa perversa torre de comunicaciones forrada en tela? Posiblemente un ejemplar masculino, joven, quizás adolescente. Un muchacho sin la experiencia suficiente para poder gestionar o al menos decidir sobre la confección y medida de su propio capuchón. No será culpa suya, al contrario. Debemos agradecer su esfuerzo y su presencia en unos tiempos oscuros y mal encarados para esta singular expresión de la penitencia, la más pura de las que conoce la Semana Santa. Seguramente su madre le haya hecho el capuchón al modo artesanal y se lo probara por primera vez la misma mañana de la procesión. A lo mejor no es ni siquiera consciente de las verdaderas dimensiones de su alzado. Desconocemos, en fin,  las causas que alimentan este misterio, pero no duden que el próximo año veremos de nuevo por nuestras calles al entrañable tipo del capuchón gigante.

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Personajinos cofrades (IV): los del carritoAlgunos padres o abuelos desaprensivos se empeñan en torturar a los críos llevándoles a las procesiones para pasar frío, soportar ruidos estridentes y horas interminables sin moverse del sitio. Me refiero, por supuesto, a los que todavía andan en carrito. Hasta aquí no es problema nuestro, de modo que allá cada cual con su conciencia. Pero a los cofrades la situación comienza a tocarnos de lleno -no menciono el qué- cuando los empujadores de carritos deciden que el mejor sitio donde se pueden quedar para ver cofradías es ni más ni menos que en la calle más estrecha, pongamos por ejemplo los adarves. Siempre hay alguien con un carrito en la parte baja de los adarves. Y entonces sucede esa fábula geométrica simpar cuando una fila de personas ocupa cuarenta centímetros de fondo, salvo donde está el carrito que ocupa casi un metro. Da igual que se coloque el carrito en paralelo a la pared: la fila seguirá ocupando más sitio del que le corresponde. Y como hasta la fecha los pasos no tienen capacidad de contracción, el problema habrá que solucionarlo teniendo los papás dos dedos de frente y sabiendo que hay determinados sitios donde uno no se puede quedar a ver una procesión.

El ocupante del carrito es, en la mayoría de los casos, una persona de poca edad. Lo más frecuente será un bebé que no se entere de nada de lo que ocurre a su alrededor y se pregunte por qué no le han dejado pasar la tarde tranquilamente y calentito en su casa. Tiene menos conciencia de las cosas y su comportamiento es más aséptico. Pero cuando el pasajero ya es un poco más mayor, corremos el riesgo de toparnos con uno de los personajinos más irritantes de todo el bestiario cofrade: el niño tamborilero.
Horror de los horrores, nos preguntamos en qué santo lugar al padre se le ocurriría comprarle al niño el dichoso tamborcito o la cornetilla de juguete. ¿No podría haberle comprado el Quién es Quién o un muñeco de los Gormiti? El niño, como es lógico, exhibe su espíritu imitador y se esmera en el aporreo justo cuando está pasando la banda de turno, dando lugar a un horrísono espectáculo de bajísimo rasero. Las cofradías comportan una gran carga estética, y no hay sensación más fea ni mayor corte de digestión que cuando un niño con el tamborcito te impide disfrutar del trabajo de una banda. Es  fundamentalmente una cuestión de educación musical.
Por último, no podemos dejar de mencionar el episodio en que los del carrito pretenden cruzar una fila de público que ya está cerrada. Nada molesta más a la gente que llevar media hora esperando de pie, y venga a cruzar gente por tu fila con diferentes grados de educación y vergüenza. En estos casos, el carrito puede funcionar como ariete y el niño como eficaz instrumento de chantaje emocional para evitar dar un enorme rodeo. Hasta que cinco minutos antes de llegar la procesión la madre de turno ya se harta y se planta con mirada pétrea: -“Ponte ahí y no te muevas, que ya no pasa nadie más”. Y entonces ya no hay carrito que valga.

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Personajinos cofrades (III): El fotógrafo

Este espécimen irrespetuoso y cangrejero prolifera con inusitada violencia en nuestras calles en los últimos años. Les resultará fácil reconocerle. Pulula con impunidad por entre las filas de cofrades y encuentra su fuerza en el sutil camuflaje de la multitud, así como en el poder que le otorga llevar una cámara al hombro.
Son los fotógrafos molestos participantes acoplados a una estación de penitencia, que interrumpen la visión de los espectadores, obstaculizan a los hermanos penitentes y deslucen la estética de los cortejos situándose sin pudor delante de las Sagradas Imágenes o bombardeando a diestro y siniestro con sus flashes y los ruidos de sus disparos. Sorprende la connivencia de las hermandades para con estos sujetos, cuando a un hermano que paga su cuota religiosamente -nunca mejor dicho- no le dejan desfilar si lleva un zapato de color marrón o un distintivo antiguo. ¡Cosas veredes!
Hay que obligar a los fotógrafos a que permanezcan fuera de los desfiles, o por lo menos que no se paseen por ellos arriba y abajo con la libertad de quien pasea por el parque. A que guarden un mínimo de respeto y se abstengan de ir en manada charlando con otros fotógrafos en mitad de una estación penitencial. A que no molesten ni se pongan delante de los espectadores que han aguardado una larga espera. O por lo menos, ya que se pasan por el forro todas las normas básicas de respeto y convivencia, al menos que hagan exposición pública del sucio botín de sus tropelías.
Algunos de estos fotógrafos son ilustres cofrades, que esgrimen dos sustanciales diferencias respecto al resto. 1) Se han ganado previamente el respeto desde los varales, y 2) Divulgan después la totalidad de su trabajo en la red. A estos, no hay más que agradecerles y reconocerles su tarea. Los demás, por contra, constituyen una plaga dañina, y hay que hacer todo lo posible por exterminarla. Es necesario regular la presencia de los fotógrafos en los desfiles, porque la cosa se está saliendo ya de madre. Si quieren ir dentro de las procesiones, que se hagan hermanos y apoquinen la correspondiente cuota, como hacemos los demás. Si no, que se busquen un buen sitio y esperen con paciencia a que lleguen las procesiones, como hacen muchos otros.
Las autoridades competentes -esto es, suponiendo que todavía existan autoridades competentes- deberían tomar cartas en el asunto. Se debe regular la presencia de estos intrusos dentro de las manifestaciones de fe. Y si la UCP no lo hace, debemos exigírselo a nuestras cofradías. Las cofradías se afanan en pedir orden y decoro a sus hermanos, mas yo pregunto: ¿por qué no se lo piden también a los fotógrafos?

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Personajinos cofrades (II): el rezagado

Se trata este de un perfil común a la par que traicionero, pues muchos de nosotros podemos vernos reflejados en él en algún momento. ¿Quién no se ha visto vencido por el reloj y ha ido a buscar una procesión caminando en sentido contrario a su recorrido? A paso rápido, viendo con desazón cómo las filas pobladas de muchedumbre engordan a izquierda y derecha con cada metro que pasa. Pese a ello, y ya con los tambores resonando, un extraño impulso nos hace arriesgar una última apuesta, avanzar unos metros más, doblar la siguiente esquina, al acecho de ese hueco milagroso donde cobijarnos y disfrutar de las cofradías sin la aburrida espera que soporta estoico el populacho.
Es en este punto donde los rezagados ponen de manifiesto su condición, y a la vez su experiencia en las lides de última hora. Algunos acaso se conforman con cazar un lugar en segunda o tercera fila, pero otros, más ambiciosos, son capaces de estirar cuarenta centímetros de pared hasta límites insospechados.  Son estos rezagados hábiles en el manejo de su cuerpo, y profieren una sonrisa de falsa amabilidad mientras operan. ¡Ojo avizor! Aprovecharán cualquier descuido para hurtar unos valiosos centímetros a sus legítimos y esforzados propietarios. Los pasajes más estrechos de nuestra ciudad antigua, y muy especialmente los adarves, conforman el hábitat natural de estos furtivos cazadores de sitio.
Cuentan los rezagados con una tercera especie, más radical y despiadada, responsable directa del tan cofrade y pintoresco diálogo que comienza con “…oiga, no irá a quedarse usted ahí, ¿verdad? ¡Que llevamos una hora esperando!”. Esta situación puede prolongarse de manera inversamente proporcional a la capacidad de vergüenza del rezagado. La próxima Semana Santa no olviden recordar esta entrada cada vez que se topen con uno de estos en alguna calle de nuestro casco antiguo.

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Personajinos cofrades (I): El comepipas

Damos comienzo a esta serie en la que haremos glosa y disección de los variopintos individuos que componen la fauna urbana catovi, no necesariamente cofrades pero sin lugar a dudas familiares y acostumbrados al paisaje de las celebraciones pasionistas.
Uno de estos personajes es sin duda el comepipas, un espécimen necesariamente educable mezcla de cochino e inofensivo roedor. El comepipas es a las baldosas los que los grafiteros a las paredes. Suscrito a un amplio rango de edades, que comprende desde púberes hasta protoancianos, este individuo gusta de tomarse con paciencia las tardes de Semana Santa, coger buenos sitios y protagonizar largas y animadas esperas de los cortejos procesionales. No comulga con esos apresurados e imprudentes espectadores de última hora y tercera fila.
Es frecuente ver al comepipas apostado en un bordillo o recostado en la pared, devorando una bolsa de frutos secos que habrá adquirido esa misma tarde en la primera sucursal de Sánchez Cortés que encontrara de camino. Los ejemplares más comunes optan por las pipas de girasol, o los pistachos. En su versión más dañina y carente de escrúpulos, el comepipas no duda en arrojar despreocupadamente las cáscaras al suelo, originando al cabo de unos minutos un tupido alfombrado del piso, para dolor de penitentes y regocijo de Conyser. En ocasiones, este tenaz sujeto prolonga su ritual pipero incluso durante el tránsito de la cofradía, con el consiguiente menoscabo de nuestra imagen como ciudad y como celebración internacionalmente conocida.
Quien no haya visto uno de estos singulares y crujientes charquitos en cualquier calle de nuestra zona centro, definitivamente no conoce Cáceres en Semana Santa.
charco de cáscaras de pipas, obra de los comepipas