Personajinos cofrades (IV): los del carritoAlgunos padres o abuelos desaprensivos se empeñan en torturar a los críos llevándoles a las procesiones para pasar frío, soportar ruidos estridentes y horas interminables sin moverse del sitio. Me refiero, por supuesto, a los que todavía andan en carrito. Hasta aquí no es problema nuestro, de modo que allá cada cual con su conciencia. Pero a los cofrades la situación comienza a tocarnos de lleno -no menciono el qué- cuando los empujadores de carritos deciden que el mejor sitio donde se pueden quedar para ver cofradías es ni más ni menos que en la calle más estrecha, pongamos por ejemplo los adarves. Siempre hay alguien con un carrito en la parte baja de los adarves. Y entonces sucede esa fábula geométrica simpar cuando una fila de personas ocupa cuarenta centímetros de fondo, salvo donde está el carrito que ocupa casi un metro. Da igual que se coloque el carrito en paralelo a la pared: la fila seguirá ocupando más sitio del que le corresponde. Y como hasta la fecha los pasos no tienen capacidad de contracción, el problema habrá que solucionarlo teniendo los papás dos dedos de frente y sabiendo que hay determinados sitios donde uno no se puede quedar a ver una procesión.
El ocupante del carrito es, en la mayoría de los casos, una persona de poca edad. Lo más frecuente será un bebé que no se entere de nada de lo que ocurre a su alrededor y se pregunte por qué no le han dejado pasar la tarde tranquilamente y calentito en su casa. Tiene menos conciencia de las cosas y su comportamiento es más aséptico. Pero cuando el pasajero ya es un poco más mayor, corremos el riesgo de toparnos con uno de los personajinos más irritantes de todo el bestiario cofrade: el niño tamborilero.
Horror de los horrores, nos preguntamos en qué santo lugar al padre se le ocurriría comprarle al niño el dichoso tamborcito o la cornetilla de juguete. ¿No podría haberle comprado el Quién es Quién o un muñeco de los Gormiti? El niño, como es lógico, exhibe su espíritu imitador y se esmera en el aporreo justo cuando está pasando la banda de turno, dando lugar a un horrísono espectáculo de bajísimo rasero. Las cofradías comportan una gran carga estética, y no hay sensación más fea ni mayor corte de digestión que cuando un niño con el tamborcito te impide disfrutar del trabajo de una banda. Es fundamentalmente una cuestión de educación musical.
Por último, no podemos dejar de mencionar el episodio en que los del carrito pretenden cruzar una fila de público que ya está cerrada. Nada molesta más a la gente que llevar media hora esperando de pie, y venga a cruzar gente por tu fila con diferentes grados de educación y vergüenza. En estos casos, el carrito puede funcionar como ariete y el niño como eficaz instrumento de chantaje emocional para evitar dar un enorme rodeo. Hasta que cinco minutos antes de llegar la procesión la madre de turno ya se harta y se planta con mirada pétrea: -“Ponte ahí y no te muevas, que ya no pasa nadie más”. Y entonces ya no hay carrito que valga.