Una vez al año, casi siempre durante las vacaciones, suelo recibir la visita de unos primos de Uzbekistán que de toda la vida han mantenido una relación muy estrecha con mi familia. Con ellos comparto un trámite cuya lidia me resulta especialmente tediosa: a menudo me preguntan por las fotos que ven en mi casa sobre los desfiles esos que hacemos vestidos con ropas de colores. Ya saben, la curiosidad intrínseca a la idiosincrasia uzbeka. Comienzo a contarles que soy hermano de carga, que voy debajo de los pasos, y en este punto caigo en lo complicado que resulta explicarle a uno de afuera lo que es cargar un paso. Try it in English, me dicen con toda su buena voluntad, ávidos de intercambio cultural… yo les digo que no, que in English es igual de difícil porque los pasos, como los sentimientos, no se traducen a ningún idioma. Hay que mamarlos. ¿Pasos? ¿cargar? ¿carry the steps? ¿charge the…? Nada, no hay manera. Si usted tiene primos en Uzbekistán seguro que entenderá lo que le estoy diciendo.
Es aquí cuando me armo de valor y consigo convencer a mi rama genealógica de allende los Urales de que la próxima visita me la hagan en Semana Santa. No me verán el pelo, pero por lo menos así entenderán mejor el misterio que en vano intentan comprender a partir de una foto o un vídeo metido con calzador. Y de esta guisa fue que se vinieron un mes de marzo a vivir en primera persona en qué consiste esta fiesta de las túnicas y el porrompompóm. Durante seis jornadas con sus tardes y sus noches, estos uzbekos fueron mi tallo y mi sombra. Iban tras de mí con una de esas minicámaras que llevan los reporteros cuando se van de chabolas durante tres semanas y se graban hasta cuando van al baño. Yo, más inquieto que otra cosa. ¿Se habrán aprovechado de mi buena fe para grabar Callejeros del Cáucaso sin decirme nada? Y mientras consumaban el asalto a mi intimidad, así les decía yo:
Cargar es, por encima de todo, una herencia. De herencias sabéis mucho allá en la cuna de la longeva Samarcanda, ¿verdad, primo? Aquí, en el umbral de la Puerta de Mérida, acariciando el antiguo Hospital de Caballeros, guardamos nosotros un legado capaz de unir a un pueblo entero, gentes de distinta condición, bajo una misma identidad. Nos lo entregaron unos viejos lobos orgullosos junto con el deber de custodiarlo y cuidarlo con esmero para disfrute de la próxima generación. Nuestros abuelos.
Y otra vez aquí, formando filas, saludando al personal, atando los cordones, guardando la bolsa amorfa en el bolsillo del pantalón, ante la mirada torpe y el juicio incierto de un lejano pariente uzbeko. Menuda foto para el museo. Este pintoresco ritual de 45 minutos, le cuento, sirve esencialmente para diferenciar a los hermanos de carga del resto de procesionantes. Una suerte de rito iniciático. Cuando eres joven la situación se hace bastante incómoda: todo el mundo se conoce, tienen cosas de que hablar, muchos han coincidido ya este año en otros desfiles. Entre tanto tú te pierdes en titubeos, sin saber muy bien dónde mirar, más dejándote llevar que otra cosa. Aquí tienes la horquilla, ahí tienes la calle. Metes la pata muchas veces, y sabes que los demás se dan cuenta, pero nadie dice nada… a fin de cuentas todos hemos tenido 15 años. ¿Cuántas veces has pillado con la horquilla el pie del de delante? Mi récord son tres en la misma procesión. Fue en Batallas hace ya mucho tiempo, y conservo la esperanza de que al ir cubierto el hombre-diana no se acordara de mi cara. Se acordaría de cosas peores esa noche, seguro. Y aunque en momentos como aquél te parezca imposible, algún día navegarás con el aplomo de quien ya se ha visto docenas, cientos de veces en la misma rutina. Mientras tanto debes fomentar esas relaciones, a veces fugaces, que dentro de algunos años te harán sentir como en familia.
Me estás mirando con una turbia expresión bovina que no me gusta un pelo. ¿Tú te piensas que esto es ponerse bajo un palo y aguantar un peso, sin más? La carga, querido amigo, se reduce al movimiento, y solo al movimiento. No es más que cinética. Desde fuera tú no notas nada, pero el hermano de carga es a un tiempo juez y parte de un juego de fuerzas que llegan y chocan desde múltiples direcciones. El hombro, el brazo, la calle, el varal, la mecida. Todas empujan y reclaman supremacía, luchan por ocupar su lugar. Me pregunto si el anciano Newton, desde la soledad de sus disquisiciones en la cátedra del Trinity College, imaginara alguna vez tal protagonismo en las tradiciones hispánicas a 300 años vista. ¿Qué extraña sincronía, verdad? Cargar supone vencer la presión de la gravedad empujando con los dorsales hacia arriba. Tirar de los riñones cuando los dorsales no llegan. O del corazón cuando fallan los riñones. Es saber cuándo toca empujar hacia la derecha o hacia la izquierda. Ver cuándo el paso se cuartea para corregirlo. Ser consciente de que tus acciones no tienen la misma fuerza si vas en medio que si vas en una punta del varal. Saber quedarse quieto y aguantar el peso cuando toca. Conocer de antemano hacia dónde cae una calle. Saber cuándo frenar y cómo. Saber de qué forma puedes aliviar a tu compañero. Saber ayudarte con la mano de dentro. Cargar, en el fondo, supone dominar un oficio que se aprende pero no se enseña.
¿Sabes lo que yo veo cuando estoy cargando, primo? ¿En serio piensas que tengo tiempo de admirar el sueño de las torres sin campana, los colores de la luna cayendo sobre el tejado del palacio, las estrellas asomándose al balcón de la muralla solitaria? ¿Crees que me deleito marchando al ritmo de sones épicos? Mira, te contaré algo que en tu Taskent seguro que no sabéis: el privilegio del hermano de carga es un mito etéreo. Se alarga, con fortuna, durante algunos segundos. Yo casi todo el tiempo de procesión me lo paso mirando rostros desconocidos. Rostros que pasan frente a mí como fotogramas de una película que se parece mucho a una que ya había visto antes. Ayer, para ser exactos. Rostros que me observan, que me hablan, que a veces incluso me preguntan. Rostros que no saben qué cara poner. Es divertido cuando vas con verduguillo, porque entonces los rostros adoptan una particular tendencia a identificarte como el hermano de no se quién o el amigo de no sé cuanto. Escucho conversaciones absurdas. Busco respuestas para todo. Aspiro el sudor de mi compañero. Vuelvo a la secuencia lineal de rostros desconocidos. ¿O es quizá una cadena de ADN? ¿Estamos acaso ante el verdadero genoma de la Semana Santa? Uno a veces tiene la sensación de saber lo que están pensando, o quizás quiere jugar a adivinarlo. Me siento incómodo cuando encuentro un rostro que sí conozco. Pero solo es uno entre la fila interminable y aburrida de rostros desconocidos.
A mí me gusta contemplar la carga como un generoso acto de ofrenda. De alguna forma es algo que me ayuda a mantenerme en mi sitio. Primo, cuando cargas en realidad le estás regalando a miles de personas aquello que tanto y por largo tiempo esperan. Se trata de coger una imagen, un objeto inanimado, y dotarle de respiración, de cadencia, de sentidos. Otorgarle capacidad de comunicación. Sí, nosotros se la damos. ¿Quiénes son aquí los dioses? Cargar, un espectáculo que a veces parece de Sálvame, o de La Noria, por las cosas que alguno de pronto te cuenta ahí debajo.
Y te digo más: este es con frecuencia un proceso cruel que termina por destruir al individuo. ¿Sabes por qué? Porque debajo de un paso no eres nada sin tus compañeros. Necesitas que te coloquen el verduguillo por detrás, o que te sujeten la bolsa mientras anudas el cíngulo. No sabes si estás bien colocado hasta que un compañero te mide el hombro con el de enfrente. No conoces por dónde hay que ir si el jefe de paso no te lo dice. Eres una partícula tan minúscula que si te dejaras caer el paso continuaría el camino sin variar ni un ápice su trayectoria. Ni siquiera la horquilla es tuya. Va y viene trajinando de mano en mano por todo el relevo. No importa que seas nuevo, no importa que no conozcas a nadie. Acabarás necesitándolos. Primo, escucha bien lo que te digo: dependes absolutamente de tus compañeros. Y con esto, mi estimado descendiente de los hunos blancos, espero que te hayas enterado de lo que quiero explicarte, porque ya otra forma no hay.
¿Cómo podrías tú comprender? ¿Cómo saber lo que existe detrás de todo eso que observas con la espalda apoyada en la cristalera de un escaparate?