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Nadie niega que la Semana Santa de Cáceres debe parte su renombre a la singular geografía en que desarrolla su función principal. Este entorno medieval es germen de muchos tópicos, pero acaso uno prevalece inmarcesible sobre el resto, así pasen los siglos: el silencio. Silencio de las losas, de las rejas, de los blasones, de las torres, de ermitas y conventos, de la hiedra, de los nidos, de linajes y casas solariegas. Una ciudad muda que aparece despojada de florituras, y que concentra su encanto en una presencia de pureza imponente, verdadera e indiscutible. Y las cofradías no pueden desunir su historia de este ancestral paisaje por el que discurren. En los Cuentos de Canterbury escribió Chaucer que la charlatanería es abominable a los ojos de Dios. Y esto bien lo sabe Cáceres. Hoy combatiremos este acostumbrado silencio con una opereta de letras e imágenes, extensa como pocas veces, pero vacua e insolente ante la dimensión y apoteosis magníficas de su prima donna.

Cáceres, ciudad de fantasía

El trazado urbano de Cáceres posee una particular fisonomía que las cofradías aprovechan (solo en parte) y los visitantes disfrutan (solo en parte) para hacer de nuestra Semana Santa un evento con personalidad única. En breves minutos de itinerario, las hermandades saltan del almohade al neoclásico, del mudéjar al plateresco o del gótico al barroco con una naturalidad asombrosa, mientras distintas épocas de la ciudad van desplegándose apabullantes como un gran fresco renacentista. Procesionar por Cáceres es un ejercicio exigente que requiere detenerse en variadas disciplinas, comprendiendo orografía, geometría, iluminación, anatomía y por qué no, cierta dosis de plástica, entendida como el arte de saber reconocer la belleza en el menor detalle. Razones, comprobarán, que siempre atañen a lo sensorial.
Solo así comprendemos cómo la calle Parras se viste de domingo cada tarde de Miércoles Santo, y acoge a los cacereños en un abrazo infinito sin parangón en el resto del año. O el barrio de San José, efervescente en un inesperado trasiego de Jueves Santo arropando a su Cristo del Amor. Nadie que no jugara en sus plazas ni arrastrara la mochila por sus aceras tendrá ojos para ver a la barriada de Llopis como núcleo en llamas de un fervor irreductible al Cristo del Humilladero. Humilladero, Corredentora, advocaciones que evocan un Cáceres viejo, entrañable y con Denominación de Origen. El Espiri. Escenas que solo puede verse con los ojos del corazón.
No sé qué contarle, señor turista. ¿Cómo le explico yo a usted que la bajada por San Marquino es la más bulliciosa y a la vez silente devoción de un barrio que camina tras el paso firme y cadencioso de un cristo humilde? Los cofrades del Amparo, en su bajada, gozan el privilegio simpar de contemplar la panorámica más hermosa que en toda España se avista desde una estación de penitencia. Toda la Ciudad Monumental, hasta la última arista de la última almena en el último torreón, se reverencia rendida a tus pies, Cristo del Amparo. Con las luces de gala y el manto elegante de una noche colosal y un cielo inabarcable. Kilómetros y kilómetros en el horizonte, delante, detrás, al este y al oeste. La luna preside siempre el pausado descenso. ¿Quién puede llamarle a esto penitencia? Sepan además que la calle de Caleros acoge el ritual más intenso de toda la Semana de Pasión, cuando en el balcón del número 40 asoma la silueta rotunda del Borrasca para derramar su saeta dramática y rasgada, directa al corazón del Amparo y de todo el pueblo de Cáceres. 

Un nazareno me ha dicho, 
que este año yo no puedo,
si tú crees que yo te miento,
espérame en Santa María,
me verás muerto.

Largo camino hasta la ciudad

Cuando usted baja a la Plaza a ver Semana Santa es como cuando va al fútbol y sabe que tiene sitio reservado en el palco. No importa lo incómodo, no importa el tiempo de espera ni la marea de gente, no importa que nos la quiten y la utilicen como instrumento electoral, la Plaza es de los cacereños y nunca de ningún partido ni de ninguna alcaldesa. Pero todos gustan de salir en su foto. Es la Plaza Mayor, pero si escribimos Plaza y lo hacemos con mayúscula no hace falta añadir los apellidos. Por encima de las gradas se asoma un solo espectador, que parece borrar del mapa a todos los demás: Torre de Bujaco. Abu – Yaqub. Este nombre de caudillo tan extranjero rubrica la historia de Cáceres, no con su sangre, sino con la de 40 fratres asediados y degollados en el baluarte. Torre de los Púlpitos, Ayuntamiento, Torre de la Yerba, todos parecen escondidos y mansos frente al Bujaco… quién pudiera comprar un abono en ese balcón de los Fueros. La Semana Santa no tiene libro de instrucciones, pero los de aquí sabemos que hay desfiles que deben verse en la Plaza donde mueren los paseos. Al atravesarla, cofradías y pasos encogen como miniaturas de una gran maqueta, volviendo a su tamaño natural cuando desalojan por cualquiera de sus brazos: General Ezponda, Plaza del Duque, Arco de la Estrella, Gran Vía, calle de Pintores.

A la Plaza se llega, o se abandona, por Pintores. Una cuestecilla comercial y traicionera que algunos bajan pero los más suben. Trámite ineludible, nuestra Semana Santa tiene en Pintores su circunvalación natural hacia San Juan: hogar de los Ramos, templo de los Ovejeros, enclave de saludos y oraciones, sitio sagrado para los cofrades porque allí nos dieron justicia y levantaron en bronce nuestro Monumento. La Plaza de San Juan estalla radiante de vida en la mañana del Domingo de Ramos, alumbrando la primavera en Cáceres más allá de lo que dicte el calendario; no en otro momento, no en otro lugar. Es un museo radiante de luz, de palmas y ramas de olivo, de niños, de tapas y de cerveza. Cáceres se viste de fiesta y acude a sus terrazas, unos para disfrutar la procesión, otros solo para el disfrute vacío de la vida. Desde San Pedro hasta ASCIJF, en la corredera o en el Ibérico, todo San Juan es cofradía.

Monumento al Cofrade

De Santa Clara uno nunca sabe si viene, o se va. Este punto de paso estratégico de muchas hermandades, marca el comienzo exultante del camino para unas y el principio del fin para otras. A veces uno saluda a las palmeras sin haber estrenado todavía el hombro, y otras buscando aliento para apurar el último relevo. Quién sabe si no será por no dejar solas a las monjitas, Clarisas de inexcusable ligazón al mundillo cofrade. O quizás por no abandonar a su suerte al pequeño Nazareno en su hornacina. O lo mejor sencillamente acudimos huyendo de la muchedumbre bullanguera de otras zonas. En cualquiera de sus versiones, Santa Clara nunca se presenta sola.
La plaza de Santa Clara tiene la suerte de ver nacer el día primero y primordial de todos los del año.  Porque no nos engañemos, la madrugada cacereña amanece en Santa Clara. La noche se despide en Pizarro y el día saluda con majestad al encarar la Puerta de Mérida hacia el pasillo de los adarves. Aunque… esta no es la misma plaza desde que nos cambiaron el piso. Ahora es una pista límpida, pulida y plana, de rigidez futurista, desde la misma Soledad hasta la casa de los Sánchez-Paredes, ese balcón de revista donde aguarda todo el año una palma marchita y asida a sus barrotes. Ya no sentimos los rollos royendo los zapatos como agujas de sal, no incomoda el saliente de la piedra, no es preciso andar con un ojo al frente y otro mirando al suelo. Pero sigue siendo Santa Clara nuestra, orto y ocaso, entrada y salida del templo de la Pasión.
Así reza el itinerario de la Vera Cruz cada primavera: Ancha a San Mateo. Primas hermanas, no es posible cruzar la una y no hacer caso a la otra. La calle Ancha es una señorial constelación de mansiones nobles, que transcurren ante nuestros ojos a modo de fugaz diaporama. Ulloa-Golfín, Carvajal-Ulloa, Paredes-Saavedra, Marqueses de Torreorgaz… todo un tratado de heráldica esculpido en piedra, que parece competir en lustre y presencia con cada uno de los pasos que la cruzan. Las hermandades avanzan por la calle Ancha sin prisa, recreándose en cada metro, como modelos entregando su cuerpo y su alma sobre la más cotizada de las pasarelas.
Cúspide y pulmón de la Ciudad Antigua, de empedrado irregular y maltratado, la Plaza de San Mateo y sus alrededores constituyen el cuartel general de la Vera Cruz. Al cobijo del inmenso reloj del campanario, singular y omnipresente, tan señera cofradía hace piña y ejerce traslados desde un  imposible tugurio de la calle San Pablo, copiosos desayunos de hermandad en la calle de los Condes, o celebra su ritual de los turnos de carga en la confluencia de tres placitas coquetas y consecutivas, fundidas en un propósito único: San Mateo, San Pablo y Veletas. En la Plaza de las Veletas forman los dos turnos de la zapatona, a la vera del convento. Al otro extremo el Amarrao, en la cochera del gobierno militar. Después, la Oración, y más allá, el Beso, a lo largo de la casa de las Cigüeñas (perdóneme su capitán, Don Diego). Y los jóvenes del pequeño pero viejo Cristo, en el medio de todo, como sin saber muy bien hacia dónde mirar ni en qué dirección alinear las filas al comando de Santano. Unas preciosas bambalinas, en las lindes de la judería, donde dar a luz una obra maestra que todas las temporadas tiene el lleno asegurado.
Y así les habló mientras soñaba:
Posad la torre en sus hombros,
dejad la campana quieta,
poned sobre ella la antena
y a su diestra la veleta,
y sobre la antena el cielo,
cuna del viento poeta,
y sobre el viento cigüeñas,
que vendrán a dormir a su almena.
¡Forjen con los nidos su corona!
Tejan con las nubes su bandera.

San Mateo

En las traseras de San Mateo, contando con la Casa del Sol como secular centinela, la hierba gana terreno al pavimento y confiere a esta umbría una identidad particular, trasladándonos quizás a tierras más del norte. Allí se refugia la hermandad de la Expiración, para colorear la mañana más triste y convertir por unas horas la Plaza de San Mateo en escenario de muerte atronadora. Nunca bien ponderados, los sudores de la cofradía azulona nacen como manantiales de un portón idílico, que vigila a un tiempo Orellana y la calle de la Monja. ¡Maravilloso cruce de caminos! Desde aquí usted podrá adentrarse en algunos de los escondrijos más inexplorados de nuestra Semana Santa, caprichos laberínticos que alumbraran quizás correrías y amores furtivos de alguna que otra dama del renacimiento.

La Expiración, en la estrechez de la Calle de la Monja

Si en todas las fotos suele aparecer un espectador de excepción, en ésta nos han colado más bien un intruso. Un atrio de tunantes con su retahíla de estrellas y el jodido BMW negro afeando la calle Condes, que poco tiene que ver en las cuestiones cofrades, pero sí y mucho con los asuntos urbanos y paisajísticos. Recientemente premiaron a sus arquitectos con el FAD 2011 de arquitectura, según los bribonzuelos del jurado, por la «sugerente reinterpretación que han hecho de la estructura espacial tradicional de las casas de la ciudad». ¡No me reía tanto casi desde ayer! Sin dejar de alabarles el mérito del emprendimiento en el desierto de este Cáceres inmóvil y funcionarial, no quiero dejar pasar la ocasión de decirles a Toño Pérez, a José Polo y a los arquitectos que se metan el premio por donde amargan los pepinos y que paguen, con multa o con prisión, todos los destrozos que han hecho en el patrimonio histórico de nuestra ciudad.

Adarve de Santa Ana

Adarves. Padre Rosalío, Santa Ana, Estrella, Obispo Álvarez de Castro. De un lado la muralla, del otro tribuna monumental de casonas y plazuelas. Jerusalén de Occidente y crisol de mil luces, sonidos, climas y fragancias. No pasa el tiempo por el adarve, porque al adarve no hay tiempo que lo someta. Adarve diáfano y sudoroso en la mañana del Domingo de Ramos. Solemne y respetuoso, por la tarde con la Soledad, y por la noche con las Batallas. Adarve íntimo y desierto en la madrugada del Martes Santo: sexta palabra de Jesús en la Cruz. Todo está consumado. Adarve a rebosar 24 horas más tarde a la luz de las antorchas. Adarve expectante y de toda la vida, cuando pasa la Zapatona y no hay más que decir. Adarve gélido en la madrugada eterna del Nazareno. Adarve salvaje al calor de las aves, el arrullo de las palomas y el crascitar áspero del grajo. Pájaro de Cáceres ser yo quiero, volar libre por tus cielos, y en tus torres anidar. Adarve eterno cuesta arriba y arriesgado cuesta abajo. Adarve que huele a palmas, a incienso de cinco siglos, y a gambas a la plancha, por qué no. Adarve que dibuja sombras como bocetos de un rincón vacío y marrón, a los pies del palacio de los Toledo-Moctezuma, fusión de sangres enfrentadas. Moctezuma y adarve… qué nombres tan extraños para el visitante, y qué familiares para nosotros.

No es fácil domar el adarve. En tal augusto corredor déjanse los cacereños meses de vida, suspiros de indefensión y alguna que otra hernia recostada en sus laderas. Hay que saber pisarlo, pues sus cantos pasan factura y agotan músculos que uno no imagina que existan. Conocer de dónde viene el viento que vence a las velas. Cuándo se estrecha y cuándo deja tregua para respirar. Cómo aprieta el varal frente al postigo de Santa Ana. Cuánta historia encierra esa placa inmortal de la Navera, que abandonara el mundo cantando en el recoleto palco de los Condes de Adanero. Silencio, pueblo cristiano. El adarve, tres cuartos de hora que son una procesión dentro de la procesión. Hoy, con la infancia perdida, me vienen a la mente recuerdos de gruesos jerseys de cuello vuelto, de aguardiente y de bizcochos a las claritas del día. Por el adarve de Cáceres, la Semana Santa es más Semana Santa que nunca.

Adarve de la Estrella

Cualquiera que sea nuestra ruta, el adarve siempre desemboca en Santa María. No eres la Mayor, pero sí eres la plaza de todas las plazas de Cáceres. Dicen que eres poderosa, pero no por lo que enseñas, sino por lo que escondes en esa silenciosa forma tuya de ver pasar el tiempo. Desde la Concatedral al Palacio Episcopal, desde los callejones de Manga o Aldana, donde el sol con sus rayos no llega, a las fronteras de tus palacios: Mayoralgo, Carvajal o Golfines de abajo, Fer der Fer, aposento de Isabel la Católica. Del Santo Crucifijo a la efigie de San Pedro, visita forzosa del Amparo, de la Soledad o de los Estudiantes, clímax del Nazareno, nacimiento de las Penas y concurrencia álgida en los días impares de la Pasión: Lunes, Miércoles y Viernes. Asimétrica, refinada, espaciosa, de postal. Todo es ilustre en la Plaza de Santa María.

De austeridad magnánima, esta plaza derrocha asímismo un glorioso empaque musical. En el marco de un colorido festival, asistimos a un enjambre sonoro para el que de momento no se cobra entrada. Esquila titilante del Cristo Negro. Tres golpes atronadores viajan en la máquina del tiempo. Dios lo quiere así. Crujido chirriante de la puerta que se abre generosa. Señora del Buen Fin para adentro a los sones de La Saeta. Cristo de las Batallas que besa el viento con La Muerte no es el Final. Marchón fúnebre rendido al tributo del Yacente. Popurrí de saetas al alba del Viernes Santo, que se escribe en mayúsculas no porque sea fiesta, sino porque a las ocho el Nazareno pasa por Santa María.

Santa María

Plaza de San Jorge, entraña del mismo Cáceres, olimpo de rancios sabores, ¿quién diseñara tus planos acaso pensando en servir de escenario para el discurrir de cofradías? La Giralda, si te conociera, caería derrumbada por la envidia. Golfines, escalinata de la Compañía, Cuesta del Marqués, Casa de los Becerra, albas torres de la Preciosa Sangre… lo lamento amiga sevillana, por más que busco aquí no encuentro sitio para tí. En este ambiente sedante, todas las butacas están repletas en primera fila para contemplar el paso sin igual de un Cristo liviano y retorcido, que es negro, pero nunca más oscuro que la noche que lo envuelve. Un SOLD OUT con todas las de la ley.

Y San Jorge es además la plaza de las estampas perdidas. Hasta tres Cristos la desafiaban en su caminata y terminaron por descartar tan extrema travesía: Los Estudiantes a finales de los 70, el Amparo a principios de los 90 y el Cristo de las Penas hasta hace bien poco. ¿Quo Vadis?, inquirían los escalones a su paso. El itinerario resulta en verdad tortuoso en cualquiera de sus vertientes. Da que pensar que nunca un paso de Virgen posara sus horquillas sobre esta Plaza de los sueños; quizás porque fuera injusto con Ella azuzar con más peso su condena.

San Jorge

¡Socorro! Aquí el nombre no le viene del arco, ni del jardín, ni de su misma plaza de dos alturas. Tampoco de los vecinos que vieron por primera vez la fachada del Atrio. Quedaría bautizado el lugar al grito de un cofrade del Calvario, que encaraba la bajada por el lado derecho y veía cómo el universo entero caía sobre su costado. El misterio de las Obras Pías de Roco. El embudo que entronca con Godoy. La torre de los Espaderos que es vigía privilegiada desde su atalaya. En ella, la sombra del Amparo se refleja cansina y tremolante mientras el condenado sube con prisas encarando Tiendas. Sea de subida o de bajada, la Plaza del Socorro deja siempre un magistral ejemplo de comunión entre las cofradías y su entorno urbano.

Plaza del Socorro. Torre de los Espaderos.

Un cofrade que se precie no puede imaginarse la plaza de Santiago sin algún vehículo aparcado a traición, o sin ese escalón a media calle, que siendo sinceros no hay quien lo entienda. Tampoco sin las palmeras que dan color a la parte baja, sin los ramajos dispersos arrojados por unas cigüeñas cuya amenaza sentimos aquí especialmente cercana, o sin el Chicha, tasca de inefable protagonista donde se concelebra la llegada de las Vísperas con el Fary sonando a todo trapo, navegando entre platos de tortilla, alguna oreja en salsa si se tercia, y una paella del momento regadas con una Mahou de medio litro. Memorias, se lo aseguro, que valen más por lo que callamos que por lo que contamos.

Permítanme aconsejarle paciencia si visitan Santiago en la mañana del Jueves Santo. En estas horas que parecen minutos, el templo hierve con la capacidad de convocatoria del Nazareno y la Sagrada Cena. Hallarán un enjambre de ángeles con alas temerosas, pero no les quepa duda de que valdrá la pena. No digan nada, no pregunten, no se dirijan a nadie. Tan solo observen, escuchen, y huelan. Seguramente salgan de allí entendiendo un poco mejor todo aquello que no le pueden explicar las fotos, los vídeos y las crónicas de Semana Santa.

Empero, Santiago no se acaba en la Puerta del Peregrino. La angostura sombría de la embocadura de Camberos en la madrugada sobrecoge por igual a público y penitentes. La agónica subida de Godoy corona en la curva más díficil de todo Cáceres, pendiente extrema, piso irregular y brutal caída hacia el interior, pero no menos diabólica que los entrañables socavones que aguardan metros después, en la parte estrecha de Zapatería. ¿Y qué me dicen de Caleros? Las apariciones siseantes del Amparo son ya un clásico. Santiago, los pelos como escarpias.

La Magdalena y La Caída, encajonadas en Camberos
Por último, el eje Concepción-Santo Domingo-Ríos Verdes aporta una naturaleza diferente a los colores pardos y dorados del recinto monumental. Un páramo de cocheras, paredes blancas y virajes encogidos, que transitan con dificultad enormes estructuras como el Cristo de los Estudiantes, eterno en su cama de claveles rojos, el Misterio de Jesús de la Salud, el palio de la Misericordia enhebrando el arco de Ríos Verdes o Jesús del Perdón marcando del camino del reo, de vuelta a la libertad. No son rutas cómodas para los cofrades, y menos para los esforzados hermanos de carga. Las vías de escape, sea por Moret o por Sancti Spiritu (¿Quién inventó ese nombre? La Cuesta del Capitol) son pestosas, lentas, con cables, con pendientes, giros de 90º grados, desniveles y alcantarillas ratoneras que se convierten en auténticos cepos para las horquillas.

Ser cofrade en Cáceres concede múltiples privilegios, pero sobresale entre todos ellos la posibilidad de desconectar la penitencia, siquiera en breves pausas, para admirar desde sus mismas tripas el histórico mural que tienen ante sí y del cual se sienten henchidos protagonistas. Que levante la mano quien no lo haya hecho alguna vez. Y sin embargo, la mayor gloria de este simpar escenario pasionista no reside en lo que aquí hemos contado, sino justo en lo que hemos omitido. Centenares de callejuelas, arcos, palacios, plazoletas, estampas y rincones bimilenarios que, por diversas cuestiones, no aparecen en las fotografías de los anales cofradieros de nuestra ciudad. ¿Nos atreveremos algún día a cambiar la historia?

Cáceres lo merece.

Quiso Dios con su poder
fundir cuatro rayitos de sol
y hacer con ellos una mujer.
Y al cumplir su voluntad
en un jardín de España nací
como la flor en un rosal.

Fotografías: R.Domínguez, J.Sellers, J.Pikas, Y.Grange, A. Ruiz Galayo, F.Villar, Semanasantadecaceres.org

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