No me gusta el dogmatismo con que se expresan algunos compañeros cofrades. Me parece que a medida que crecemos vamos poco a poco perdiendo la sana capacidad de cuestionarnos las cosas, y nos acomodamos en un plácido remanso de verdades absolutas.
Yo, en verdad, no sé si tengo Dios. No sé si lo busco o es él quien me está buscando a mí. No sé cuál es mi religión. No sé si creo en algo, o ya no puedo creer en nada. No sé cuál es mi cofradía. ¿Soy de todas, o no soy de ninguna? No sé cuál es mi hábito y no sé cuál es mi color favorito. No sé cuál es mi paso, quién mi mayordomo o quién mi pregonero. No sé si soy cofrade un día, una semana o todo el año. No sé si lo soy por minutos y después ya se me olvida. No sé realmente si me mueve la fe o la afición. No sé si tengo amigos en este circo, que cambia de manos con la sutileza del viento que acuna las hojas de los ramales. No sé con quién hablar, no se quién me mira, o quién elude saludarme. No sé cuál es mi ciudad, si la antigua de empedrado y torreones, o la nueva del asfalto y la amplitud. No sé si cubro mi rostro, o estoy ocultando mis vergüenzas. No sé por qué nos peleamos. ¿Es el dinero, o acaso es el orgullo? No sé a quién hacer caso en el sucio duelo de evasivas. No sé si duele más el varal o la trabajadera. No sé si prefiero marzo o abril, el sur o el norte, la prudencia o la denuncia. No sé si es la Cuaresma la víspera de la Pasión, o si es la Pasión la víspera del vacío absoluto. No sé si hay futuro, o seguiremos esperando el relevo como aquél que siembra en el desierto.
Solo sé que ahora te tengo a ti, y con eso ya tengo bastante.