[Publicado originalmente en la cuaresma de 2008]
¿Qué hay más grande que una espera, cuando se sabe que esa espera desembocará en la dicha plena? Cuánta sabiduría cofrade encerrada en estas palabras de García Barbeito. Se terminó la espera, ya llegó el día. Atrás queda la Cuaresma, las exposiciones y los actos, los cultos, prolegómenos de la Pasión que fluye efervescente. Atrás queda el tiempo en el que la cera, el incienso, los redobles o las levantás son sólo un bosquejo. Atrás quedan las vísperas, el trajín de los traslados, las tertulias y los bares, se terminaron el trabajo oscuro a deshoras y las consultas nerviosas de los pronósticos meteorológicos. Atrás queda esta bendita locura de pensar que no existen en el calendario más meses que los de marzo o abril.
Comida ligera y reposo, hay que evitar sustos. Los guantes, el cordón, la medalla… ¿está todo? Qué angustiosa esa sensación de que se te olvida algo. Abro la ventana, miro al cielo, corre una ligera brisa pero brilla el sol. Hoy no habrá problema. Menuda tuvimos el año pasado con las tormentas de primavera.
A estas horas suele haber poca gente por la calle. Se puede pasear tranquilamente, despacio, esquivando a algún turista. Un año esperando esto. Me gusta llegar pronto al templo, no hay jaleo todavía, pero el tenue hormigueo de hermanos se irá transformando en marabunta conforme avance la tarde. Algún directivo nervioso recorre los aledaños con papeles en la mano, abrochando detalles de última hora. Nos dirigimos a nuestro sitio, el rincón habitual. Van llegando poco a poco; aquí están, las mismas caras de siempre. Se echan en falta un par de habituales en la delantera. —Este año no viene, le ha tocado trabajar. Empezamos de chavales, pero son ya muchos años y a algunos se les nota más que a otros el paso del tiempo. Hemos crecido juntos en este oficio y nos hemos batido codo con codo en trincheras comunes de madera y acero. Saludos efusivos, recuerdos y bromas, algún pinganillo si hay partido de fútbol. —¿Cómo va el Madrid?
En los patios de carga se conversa de todo un poco, de lo divino y de lo humano, de cómo han ido estos meses y de lo que queda por venir. La mayoría nos vemos muy ocasionalmente, tejiendo de año en año una peculiar relación de confianza pasajera. Un vistazo al reloj. Hay que ir haciendo el turno, que siempre nos pilla el toro. ¿Dónde se ha metido éste? Todos los años igual.
Dos filas por altura. Cada año me toca más atrás. —Cuatro, seis… doce, catorce… a ver, ¿tú donde estás, delante o detrás? Colocaos en fila hombre, que luego tengo que contar dos veces. Sonrisas cómplices entre los hermanos. —Oye, guárdame el sitio que voy al servicio. Vuelta a empezar. Doce, catorce, dieciséis… — ¿aquí quién iba? —Tú cuéntale, que ha ido al baño pero ahora mismo vuelve. Pfff… el jefe sigue con el recuento, pero esta vez más deprisa. Risas y compadreo.
Bueno, ya estamos. Al final los mismos de siempre, si es que no hace falta ni contar. —Luego dentro nos colocamos mejor, que aquí el suelo engaña mucho. Veinte minutos, todavía queda tiempo, el último cigarro. — ¡Señores, vamos para adentro! Primer contacto con el varal. Hay que tantear el terreno, palpo la almohadilla, meto la mano y escudriño el interior. Las entrañas de un paso tienen identidad propia y constituyen una pequeña dimensión paralela dentro de nuestra tradición. Urdimbre caótica de cables, tuercas, maderas y olores característicos. Esta vez no hay travesaños ni tornillos traicioneros cerca, menos mal. Iré cómodo.
Las bromas decaen. Los últimos minutos siempre vienen acompañados por un extraño conjuro de tensión y calma chicha. Recolocamos las flores, que no nos caigan encima. Se abre la puerta. La cruz de guía ya no quiere un techo de piedra. Busca el refugio bajo el palio del cielo, mezcla de azul y dorado, limpio de nubes este año. Los penitentes abandonan el templo despacio, en un goteo incesante. Se acerca el jefe de paso con el gesto duro, y todos los compañeros buscan su puesto. Últimos retoques a la túnica. —¡Atentos!…
Ya estamos fuera. Cada vez lo hacemos mejor, la próxima con los ojos cerrados. A ver qué horquilla calzo este año, que siempre me toca la más corta… aquí llega, como siempre, apresurada. Sin darme cuenta ya me la han puesto en la mano. No nos han presentado, pero vas a ser mi compañera y mi única amiga durante largas horas. Vamos a llevarnos bien.
—¿Qué tal vas ahí? —Perfecto, tío. Mira a ver que atrás se están quejando, tendrán que cambiarse dos o tres de sitio. Cruje la madera. Quejicosa, siempre empieza a protestar antes que los propios hermanos que la sostienen. Este año llevamos la banda un poco más lejos, así que habrá que estar muy pendientes. Las próximas tres horas pasarán volando. Asoman tímidamente las primeras perlas de sudor en la frente, pero rápido se evaporan. Es normal, este año hace fresco, estamos a mediados de marzo… si es que ha llegado todo muy pronto. Son momentos para la reflexión sosegada. Mirada introspectiva. Cada uno se acuerda de quien quiere.
Culmina el contraste entre el día y la noche. No cabe la gente en la plaza, hay que aprovechar y disfrutar de la efímera panorámica antes de entrar. A la altura de Bujaco, el hermano de carga ya pierde de nuevo la perspectiva. Se vuelve a concentrar en el ritmo, en sus pensamientos y en el cogote del compañero. La cadencia armoniosa y los rostros de los esforzados se reflejan en los escaparates de Pintores. ¿Sueño o vigilia? Se pierde la noción de la realidad. La devoción orgullosa del abuelo y la curiosidad en los ojos temblorosos del niño. Vámonos otro poquito.
Después de San Juan, recién hemos rebasado la mitad del camino. El cansancio hace mella, pasan las horas y el varal aprieta, se hace notar, nos avisa de su presencia. Uno ya no sabe ni cómo colocar la mano por dentro. Hay que buscar la posición adecuada, pero la posición adecuada es distinta a cada minuto. —¿Dónde hacemos el relevo? Más risas. El comentario irónico siempre se agradece para romper la monotonía de la penitencia. Hay que descansar el hombro, pero también la mente. La garganta ya está seca, por momentos más y más áspera. La mitad de lo que tengo por un buche de agua.
Llega la saeta con su requiebro, emoción contenida que todo lo rompe. Se hace el silencio debajo, se abandonan pensamientos y conversaciones. Andar y escuchar, nada más. La música, que no moleste. Suelen ser en los mismos sitios todos los años, ya nos las vemos venir. Vamos a parar un poco aquí, que luego vendrán varias del tirón. Teresa, Juan, Pedro, Eugenio, Raquel, Simón, Tamara y muchas voces más, secuestradas bajo llave en los injustos cajones del olvido. Gritadle al viento vuestra fe.
El paso de los adarves, Jerusalén de Occidente, tiene un punto nostálgico. Es como si los siglos hubieran visto esta estampa repetida en mayor medida que las demás. Hermanos, echad los pies por delante. A lo lejos, más allá de los arcos, se avista un reguero de gente, acaso excesivo, apostada contra la muralla. —Juan, ojo que por ahí no cabemos. Ya se quitarán… o no. Nos acercamos, las mujeres alzan la barbilla y Le miran. En cuestión de segundos clavan la vista en picado sobre sus zapatos, que corren peligro de súbito. —Señora por favor, aquí no se pueden poner, que esto es muy estrecho. ¿Le doy o no le doy? Empuja la tentación, pero no vamos a armar un escándalo aquí… con disimulo recojo la horquilla y golpeo bien fuerte contra la piedra, por lo menos que se lleven el susto. Ha estado cerca. La próxima vez elegirán mejor sitio.
— ¡Abajo con él! No habrá más descansos. Hace unas horas se posaba suavemente la mole sobre las horquillas, como un clavel. Ahora, cae a plomo. Hay que estirar las piernas, la ausencia de relevos y los rollos del viejo pavimento vienen pasando factura. Se escapa algún bufido allá por la trasera. Escasean las fuerzas pero hay que rematar bien la faena; voluntad no va a faltar. Levantamos por última vez mientras se escuchan a lo lejos el murmullo y el desorden superlativo de la entrada. Todos nos esperan.
Ya estamos en casa. Felicitaciones, abrazos, despedidas. Un minutito en el banco para sentarse, respirar y pensar. Anhelo una pizca de soledad imposible. Fíjate, los guantes hechos una pena, ¿me servirán para la próxima? Toca recogida, que se hace tarde. Se funden la satisfacción del deber cumplido y el regusto amargo de saber que todo se ha acabado. Un manto de silencio arropa la calle, otrora bulliciosa. Hay que abrigarse, el sudor se pega al cuerpo y la noche viene fría. De camino a casa, los pensamientos son la única escolta que te acompaña. Duele el varal, pero sabes que más duele la espera que comienza en este punto. A dormir, que sólo queda un año.