44

Con las disculpas de quien no se sienta aludido, quisiera evocar en estas líneas un canto sentido a los dos regidores perpetuos de los rituales nuestros de cada año. Dos hermanos antagónicos que laten por separado, cada uno en su forma de comprender, y vienen cada primavera a reunirse en un contraste loco, tan armonioso como violento. Ellos, maestros del claroscuro bullicioso, guardan en su poder los recuerdos inmortales, el papel protagonista y las claves de la partitura. Nunca los verás reclamando focos ni renglones. No lo necesitan. No es relevante que ni los humanos ni sus métodos reparen en su presencia. ¿Para qué? Ellos están, contemplan, y disponen. De alguna forma campan a sus anchas por toda la Semana Santa, y también nos sobrevuelan en silencio el resto del año. Sí, siempre están ahí. Simplemente son, y con ser tienen bastante.

Jueves y Viernes, Santos y demonios, constantes mareas de ritos opuestos. Allá se asoman como dos siameses unidos por la madrugada, una hembra profunda que no se sabe a quién pertenece. Una dama bondadosa y apetecible, dos novios la cortejan. Dos polos dispares separados por segundos. Acaso una cena y un café entre uno y otro. 363 días entre otro y uno. Vaya dos elementos.

Jueves vivo y Viernes muerto. Jueves, colorido preciosista de los apóstoles remojándose en un baño de sol. Viernes de luto y tizón en la caída de la noche. Viernes con el horario desencajado, Viernes catastrofista, Viernes sin trabajar. Jueves pausado, bello, embelesado y embelesante, pavoneándose por San Juan. Jueves de vinos y caballos. Viernes de cuestas y bacalao. Jueves que consientes a los torreones devorar los cuatro soles, Viernes que vienes en su rescate y los devuelves para iluminar el llanto de Cristo caminante. Jueves que en tu noche los valientes no se atreven a acariciar la cama. Viernes, que en la tuya caen sobre el lecho a peso muerto.

Jueves antes y Viernes después, los dos alumbran estados de ánimo contrarios en el sufrido cofrade. La euforia del Jueves por la mañana. La pesadumbre del Viernes cuando llega la media noche, se acerca el tibio sábado y vemos como la piñata nos ha explotado entre las manos. No la veremos de nuevo henchida hasta que pasen otras cuatro estaciones. ¿Y tras el Jueves? Casi todo. ¿Y tras el Viernes? Casi nada. El viernes no solo muere un hombre. Muere la Semana Santa. No resucita a los tres días, sino a los doce meses. ¿Por qué llueve más el Viernes que el Jueves? Quizá para apagar la sed del cofrade que agoniza y de algún modo viene a morir también en este día.

El Jueves, se disfruta. El Viernes, se sufre. El Jueves nos envenena con su particular dentellada de adolescente libertaria. El Viernes endurecemos el rostro y arrastramos palos y piedras, cruces y cadenas. Jueves y Viernes, antípodas del costumbrismo en la queda villa de provincias. Vuestras son las huellas bien marcadas, huellas profundas cinceladas con bota de plomo. Gracias a vosotros conocemos las nubes y los infiernos en un viaje de apenas unas horas. ¿No tuvisteis bastante con darnos la muerte perenne, y la vida de vez en cuando? El dia y la noche, la cara y la cruz, el todo y el más. Presas gemelas del tiempo que condensan una vida e impregnan el sello de la ciudad. Jueves y Viernes de interés mundial, cósmico, ¡universal! ¿Quién dice una semana? ¡Ja! Dadme el Jueves, que sin él no vivo, y dadme el Viernes, que sin él no muero. Dadme ambos, y quedaos con todo lo demás.