Son las cinco de la madrugada. Que salga la procesión del Nazareno.
Marcan más de las seis, manecillas enfrentadas en el campanario de San Juan. Brisas frías, competencia de aquilones, horadan las tierras y acuchillan a tirones. Orilla clara, rezo de los hombres. Claridad que despereza, luna que se esconde.
Siete de la mañana. Santa Clara se convierte en el pórtico de nuestra gloria. Oasis que penetra en una máquina del tiempo construida sobre piedras, piedras pobres labradas bajo el sol duro y la encina atormentada.
A las ocho, triunfa el celeste sobre las estrellas. Se presenta el Nazareno en Santa María. Y todo el mundo a callar.
A las nueve horas, despertar. Desayunos cofrades. Sueño empañado de emociones que llegan o que ya se han ido. Según el día, algunos ya recogen los bártulos, otros ultiman aprisa los detalles de su estación.
Las diez del día, la hora que nadie ve. No apuramos el reloj en estas fechas. Hervideros de cofrades pueblan los templos para preparar y colocar, construir y reparar, limpiar y recoger. En diario o en festivo. Hombres corrientes con su entrega por grandeza, pobladores de la herrumbre, cofrades del año todos los años.
Las once, una cena por la mañana. Andar ceremonioso de la Expiración, cristo recio y rectilíneo al encuentro del bullicioso pueblo, pueblo vertido por las callejas en glorias de Viernes Santo; día eterno, día alegre y doloroso al mismo tiempo. Vamos a ver a la burrina. No hay nada que estrenar. Estrenamos Semana Santa, ¿para qué queremos más?
Doce del mediodía, hora agridulce, hora de principio y de final. Los niños conquistan la calle. Corazas relucientes y cascos emplumados. Amarillo, cordero y apostolado. Palmas y resurrección. Borricos y estudiantes. Reverencia y bendición.
La una de la tarde. Compadreo, masas, fervor efervescente acompañando a las cofradías de por la mañana. Costumbrismo desparramado y muchedumbre bullanguera. Cáceres, la dulzura de los árboles cayéndose en la acera. Globos, gritos y palomas que no se equivocan. Tantos recuerdos de una vida que van unidos a esta hora.
Las dos se marcan siempre en un reloj de sol. Se acercan el hambre y las recogidas. Cañas cofrades. Tertulia luminosa de primavera, regreso tembloroso y cada mochuelo a su olivo. Olimpiada en Clavellinas, espectacular medalla de oro hacia la cumbre de San Pedro.
Tres de la tarde, hora del lancero. San Mateo, Gólgota de occidente que preludia siestas de antología. Una cena exhausta baja ya de vuelta.
Las cuatro. En la carne señalada la madera crujiente. Caigo recostado sobre el vientre del reposo adormecido. Sueño adormecido con el eco recostado de tu vientre.
Y a las cinco el descanso pesado, la sobremesa fugaz, el tren que se acerca, el sentir que despierta. Son horas de tibia espera y de calma incertidumbre anunciando una nueva manifestación de fe.
A las seis da comienzo el ritual. ¿Acaso no estamos ante lo que llamaron Liturgia de las Horas? Los aparejos, a la bolsa. La mano, al corazón. Inane la congoja. Segundero que corre paralelo a la emoción.
Dan las siete. Ciudadanos y autoridades, curiosos y cofrades, foráneos y locales se lanzan a la intemperie. Va siendo hora de llegar, de ver, de coger sitio. El reloj nos atropella, y el aire huele diferente. El paseo, cronometrado hasta el último segundo. Elegancia y rigor por la puerta nueva de Santa Gertrudis. Montaje laborioso bajo los arcos de Santiago. Ponemos en marcha el perfecto engranaje de un mecanismo secular.
Ocho de la tarde, la Semana Santa se funde con Cáceres. El pavimento se torna hormiguero tremolante, los templos se tiñen de colores. Aromas de años viejos que recuerdo con honores, sólo porque los viví de niño, no porque fueran mejores. Te juro que no cambio ni un trocito de aquí por todo el oro y el moro que nos quieran cambiar desde otros lares. Majestad dolorosa entre historiales que meten miedo, palio verde y danzarín, nazarenos presos del perdón, turbantes hebreos, yacente sobrio bajo urna angelical, ceremonia olvidada del descendimiento.
Nueve, hora de batallas, hora de anocheciendo, hora culmen del fervor cofradiero. Quisiera detener el tiempo aquí. Instantes de penumbra trágica por la Cuesta de la Compañía. Caminar brumoso y escalonado a deshora. Paisajes de roca pura coloreando del sol la clausura. Arco de la Estrella, que separas la historia del presente, qué poquitas madres osan cruzar bajo tu puente, puente forrado de espinas, espinas que forman en las esquinas guirnaldas con las parras, Parras que cobra vida una vez al año, por la gracia de su esperanza. Y es de ver el jardín de Cánovas a esta hora… traen la Misericordia hasta los lugares donde su presencia más se añora: El hospital y la hacienda. La Semana Santa abandona su refugio y visita al Cáceres pagano. Se asoma a múltiples avenidas, a cláxones y semáforos, a fuentes y pasos de cebra. ¿Qué te dan allí para que troques el asfalto con la hiedra?
¿Y las diez? A las diez siempre hay pasos en la calle. Arte, fe y tradición reptan por laberintos de balcones, arcos de fantasía, épicos torreones y otros escenarios que ya el medievo conocía. En la lontananza, ecos de solemne Vía-Crucis al sur de la capital.
Once de la noche. Senderos empinados salpicados con puntos rojos. Desciende el Amparo. Huele el brezo, la retama y el rastrojo. El cristo gótico prolonga un clímax inacabable en un barrio con solera. Miramos al humilladero de reojo
Las doce en punto, ¿es ayer o es mañana? Tres llamadas en el picaporte. Cantinela de las once palabras. Rústicas teas con débil luz. Concierto fúnebre para bombo y esquila. Tintineos y golpes secos se entrelazan a compás. No cambiaba de repertorio, ni falta que le hacía.
Una de la noche, hora negra y singular. Tiempo de calles inéditas. Caleros, Colombia, Bondad quedan atrás. Éste es su barrio, y ésa su hermandad, agreste asiento para el cofrade tradicional. Quedo a solas con mi reloj. No existen alcaldes ni alcaldas con poder para gobernar en los pliegues de mi alma. No existe gobierno más que yo.
Pasan las dos en la oscuridad más fría. Se cierran las puertas arriba en San Mateo y abajo en Santa María. Hermanos cabizbajos, con atavíos de otro tiempo, concluyen aquí la exposición pública de su creencia. Es la hora en que el silencio se hace fatiga, y la fatiga marca el blanco de los nudillos. Es la hora en que el templo se hace más templo que nunca.
A las tres cruzamos el umbral que pregona el paraíso. Despedimos a la madrugada y nos abrazamos a la Madrugada. Túnicas gemelas se pasan el testigo. Antesala del gran sueño, vigilia prolongada. Un retoño de la mística me siento en este momento. Cofrades de mirada ceñida, con la sangre de cuajo y los hombros de cemento.
Cuatro de la mañana. Turnos apresurados y cuentas equivocadas. El reloj se acelera por momentos, los dígitos vuelan incontrolables, la vida ya no se rige por el tiempo. La medimos ahora en calles y en plazuelas, en bombos y en esquinas, en marchas y en relevos.
Son las cinco de la madrugada. Todo empieza… ¿o todo acaba?