No es difícil desterrar leyendas de tan misérrimo sustento y condición, pero estas tareas debieran recaer sobre la incipiente generación de cofrades que van asiendo las riendas. Personas largamente instruidas en nuestro oficio, cofrades desde la cuna que no se conforman con los parámetros establecidos, que rehuyen lo evidente y que no aceptan cualquier verdad por antigua que se conozca. Levemos ya las anclas de las verdades asumidas, y observemos con detenimiento el explosivo paisaje multicolor que se dibuja ante nosotros:
Deja que te atrape el azul poderoso en el cielo del domingo. Azul celeste en el remanso claro del amanecer, azul chillando en un cristo que muere a las tres, azul marino y silencioso en el traje austero de la banda o del oficial. Azul profundísimo que cubre la saya hebrea y paliducho del pantalón vaquero, la ropa interior favorita del penitente.
Rojo intenso de rosas, claveles y otras floras. Rojo danzando con los aires en el penacho del romano. Rojo sanguíneo que sube al cielo desde los antifaces. Rojo que refulge en la cruz de Santiago. Rojo derramado a los pies de indulgencias, calvario, expiración y buena muerte. Rojo el color del sagrario, rojo severo en el lunes y en el sábado, oscuro del humilladero y de la cena, amoratao de los hombros por la noche, escarlata en el escapulario de Vera Cruz y en el faldón de la Preciosa Sangre. Roja esta pasión y rojo preñao del vino que florece en las tertulias. Rosaditas las malas lenguas que habitan entre nosotros, así se muerdan y envenenen un buen día. Rojo es el lápiz de la censura que nos dicta de qué se puede y de qué no se puede hablar aquí, roja la hoguera en la que arderá y rojo el diablo a quien le presta forma.
Verdes ramos de esperanza por Busquet. Verde la hiedra que trepa las murallas, y la que colorea solemne y callada los pasos de otro siglo. Verdes los tallos, hojas y ramajes que se entretejen bajo las conejeras. Verde negruzco en las faldas de la montaña, laderas que le escoltan en la tortuosa senda hasta San Mateo. Verde pasteloso en el atavío de la de Magdala. Verde puntiagudo de las palmeras, verde de la arboleda de San Juan, verde el que nos falta en la Plaza. ¡Verde nuestro de las bolsas del Tambo para guardar los aparejos, más cacereño no lo hay! Verde frondoso de Cánovas portuario, océano populoso donde navegan tus grandes barcos.
Blanco, síntesis de todos los colores. Blanco níveo de túnicas cuidadas. Blancas nubes de desesperanza. Blanca pureza de los niños que empiezan. Blanco místico de la luna redonda. Blanco perecedero de los guantes nuevos. Blanco verduguillo tan característico del Buen Fin. Blanco formal de las papeletas, facturas y recibos que nos someten.
Grises plomizos de tormenta, grises de plásticos inevitables y de la llantina consiguiente. Gris centelleante en la plata y en la alpaca. Gris inmaterial en el humo que nubla y que perfuma. Gris oxidado en la tornillería necesaria, y gris simpaticón del borrico portador de la alegría.
Marrón noble de la madera antigua, de los bancos, de las horquillas pardas musicando, marrón sacro de las cruces y el carey, bronceado de la esquila, ocre de las piedras que acogen la solera entre sus muros, sombra tostada de los torreones y palacios que avistan vigilantes nuestro transitar, chocolate y café del viernes por la mañana, cueros para sostener los estandartes… ¡qué color tan cofrade! En las velas se disfraza de caramelo y lo llaman tiniebla. Nos amenaza raído allá en lo alto, desde los nidos de las cigüeñas blancas y negras. ¡No ponerse debajo, que nos van a bautizar! Marrones diferentes en cada una de nuestras andas. Y tantos ilustres marrones que se comen unos pocos para sacar esto adelante.
Amarillo luminoso en el sol que nos conforta y nos da tranquilidad. Amarillo dorado en la corneta, los remaches y la coraza. Dorado fúnebre de la urna, dorado que brilla en la burrina y se pierde en la inmensidad del Calvario. Coronado de blanca espuma en la cerveza, bebida cofrade por excelencia, que para eso se pinta con los colores del Vaticano. Apagado en los cirios, encendido en los cordones, alegre en las palmas bendecidas. Amarillo ribeteando la resurrección y alfombrando las batallas. Amarillo de otro tiempo decorando las dalmáticas de los acólitos y coronando figuras sagradas. Amarillo anaranjado de las teas, y de la tarde cuando el sol declina sobre las nueve.
Negra la mudez del amparo, la capucha del santo crucifijo y la sobremanga luctuosa del entierro. Negro de tu suerte y del destino definitivo. Densa negrura de aire irrespirable bajo las entrañas de los pasos. Hollinadas manos tras el trabajo y pies desnudos tras cumplir la promesa con el madero a cuestas. Negro de horquillas metálicas y pesadas que suenan diferente. Leche y picón, esmoquin de los estudiantes, cofradía elegante que siempre viste de etiqueta. Azabache brillante de los zapatos limpios y de las pupilas al baño maría. Negra la reflexión cansada sobre la cama, negros callejones, negro respetuoso de las mantillas e insolente de las gafas.
El morado es nuestro santo y seña, siempre está presente. Morado de toda la vida en las capas que visten penitencia y arrepentimiento, morados llegan los nazarenos y los turbantes del amor, morada llega Doña Cuaresma con su vil penitenciario bajo el brazo. Morados nos ponemos cuando nos juntamos más de tres, no me digais que no.
Y que nadie piense que aquí concluye este viaje. Encontramos también el puro arcoiris en las túnicas de los apóstoles. La policromía perenne en las tallas. En la noche del Miércoles Santo, el vivaracho y atrevido color naranja adquiere matices lóbregos. Un naranja fantasmagórico que asoma de entre el negro más negro, sirviéndose de llamas y extraños sombreados que se deslizan por las paredes. Negro, burdeos, aceituna, muestrario de colores con empaque que nos acompañan junto a las almohadillas. Tiniebla, violeta, rojo sangre, amarillo común, azul, tintes variopintos que se derriten en los hachones. Verde, blanca y negra, la gran olvidada de nuestros balcones. Procesiones a vista de pájaro: un hilillo multicolor y serpenteante enhebrando la ciudad antigua.
Mira que incluso lo translúcido reluce con personalidad propia en este radiante estallido de colores que llamamos Semana de Pasión. Incoloras como las brisas son las subvenciones que no llegan, el cosquilleo de Febrero, la fatiga, el abrazo, la mirada, el apretón, el compañerismo, una cuesta abajo, diez cuestas arriba, la espera, el redoble lejano, la melodía triunfante, la voz de una saeta jugando con el viento. Quién trazará soledades, tensiones, angustias y carcajadas espontáneas… quién dibujará tanto trabajo, tantas horas y tantos sudores, tantos disgustos gratuitos, tributos ineludibles que no salen a la luz, tantos secretos que nos llevaremos a la tumba. ¿Quién los pintará, acaso con tinta invisible? ¿Qué pinceles dieron vida a una obra maestra de esta hondura? ¿Qué bestias se arropan con el pelaje que los corona? ¿Quién concebió la mezcla de las pinturas que los remojaron? ¿Qué árboles nos ofrendan la paleta sobre la que descansan? ¿De quién es la mano que los dirige con maestría y que supo dar un salto adelante sin dejar de ser sabia? Ninguno de ellos me los imagino habitando en el mundo que nos enseñaron. Solamente Cáceres, auténtico museo a cielo abierto, sería capaz de dar cobijo a semejante mosaico de arte y valores.