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Los pecados capitales resumen con sorprendente acierto lo que nuestra fiesta va padeciendo con el transcurso de los años: una tenebrosa jarcia de desdichas que no es sino la lógica consecuencia de todos estos males, males que conviene aquí proclamar y presentar en sociedad para advertencia de muchos y sonrojo de otros menos.
La ira del mayordomo cuando no le quedan puertas donde llamar, cuando todas se las han cerrado y el tiempo es una horca que aprieta pausada pero inexorable.
La codicia de esas cofradías que exprimen con avaricia a sus hermanos instrumentando diezmos inabordables, costeándose así vicios ya caducos como sacar pasos a la calle, contribuir a obras de caridad o sustentar tradiciones que a saber a quién importan.
Lujuria a raudales la que altera mi sangre cada vez que nace una primavera, y me aprieta esa pasión interminable que es quererte y fundirme contigo.
El orgullo vanidoso del cofrade anónimo que contempla a su Virgen en la calle, sabiendo que el esfuerzo de sus manos ha forjado el carruaje donde viaja, que el manto corre a cuenta de su familia y que las flores son los ahorros de cuatro meses.
La envidia roedora y maldita de contemplar una Sevilla paralizada durante dos semanas y cofrade a los cuatro vientos durante el otro medio centenar, que refulge empapada de azahares cuando en otros pagos (y está feo señalar) han de pedir permiso para estar en la casa de Dios.
Es de ver la gula de esos que se llaman cofrades, compartiendo su modus vivendi al calor de festines pantagruélicos, donde la carne, el vino y la cerveza se derraman como arroyo en el deshielo. Y venga raciones, y venga bebidas, venga risas y venga jolgorio.
La pereza de unos hombres que en la mañana del Sábado Santo se solazan alegremente aprisionados contra el velcro de su cama, semihumanos que por no reptar caminan torpemente sobre la acera, y en cuyo rostro retrata Velázquez los quebrantos del cansancio.
Supliquémosle al cielo
viendo tales horrores,
que el Señor nos guarde a los justos
y nos libre de estos pecadores.