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“Tengo sed” (Juan 19, 28)
Aquí ando cumpliendo condena por echarme al pecho un perverso traguito de agua. Temo que más pronto que tarde seré clavado en la inquisidora cruz de la indecencia, y despedido entre befas y chacotas con pulgares hacia abajo. Desde la concurrida celda donde mora la conciencia, yo me pregunto: ¿Quién ha sido el juez que me ha sacado billete directo para el purgatorio? ¿Quién me prohíbe refrescarme en aras de las buenas formas?
¿Aquel señor, y no diré señorito, que contempla apoltronado el paso de Dios en las gradas, y que no se levanta más que para alisarse el abrigo?
¿Los mismos buenos cristianos que se mofaron y embriagaron de orgullo cuando un paso tuvo que descansar sobre ruedas?
¿Las marías que violan con sus aplausos el silencio de una oración?
¿La chiquillería que anuncia la venida del Mesías alfombrando los caminos con las pipas de Sánchez Cortés?
¿Los que se preocupan más de la velocidad del obturador que de evitar cegarnos con el resplandor de su flash?
¿El mal vecino que cruza la calle en mitad de un desfile?
¿El que asoma dos cuartas de Levis bajo su túnica penitente?
¿El jefe de paso parlanchín y saludador, que pasa más tiempo de espaldas que de frente a quienes habría de servir y no mandar?
¿El hermano que va mascando chicle o el que se oculta del sol con gafas tan negras como su vergüenza?
A todos esos los escondía yo debajo del paso, mucho antes que a un hermano de carga sediento. Y ni en la Cena hallarían sitio para todos.
Según dictan unos cánones imaginarios, parece que debo aguantarme por estar ejecutando una penitencia voluntaria. Valiente conclusión. Recuerden, ustedes que tienen oscura la memoria, la penitencia infame de aquél que pincharon en un madero. A ese mismo, algunos se dignaron a lavarle la cara mientras caminaba a su cita con la de la guadaña. A ese mismo, sus propios verdugos le buscaron un cirineo para aliviar el peso de la carga. A ese mismo le ofrecieron bebida en la antesala del último aliento. Yo no tengo derecho. Se me niega el agua en nombre de un decoro y un respeto que a la misma vez veo mil veces pisoteados aquí, en esta misma Semana Santa cuya imagen pretenden salvaguardar.
No se lleve nadie las manos a la cabeza, que no me voy a quedar sin resuello por estar cuatro horas sin beber bajo el palo de mis sueños. Tampoco cuatro días, si él me lo pidiera. No es una cuestión física ni corporal. Se trata de una cuestión de humanidad, de madurez y de coherencia, de tener dos dedos de frente y de dejarnos de tonterías de una santa vez. Le cambio, amigo espectador, mi horquilla por su bolsa de chucherías para el resto de la noche. Veremos quién sucumbe antes al pecado de la sed.